Et tu, Brute? (Julius
Caesar, 3.1.77)
La destitución del alcalde electo por el voto popular, que
representa la soberanía de los bogotanos que le han elegido, ha desatado una
epidemia de aliviados suspiros, así como una enfebrecida ovación, en pie, hacia
la última instancia de la administración pública en este caso: el presidente. El
delfín en cuestión, reconocido jugador de póker en la Universidad de Texas,
decidió que la Corte Interamericana de Derechos
Humanos no puede, ni debe, defender la inviolabilidad de los derechos políticos
de un cargo electo. Por millonésima vez Colombia es un territorio de excepción en
el que los derechos fundamentales los oculta la nube que deja una pistola
humeante.
Durante estas semanas hemos asistido a la postergada última
cena de una, más que, previsible “ejecución política”, inducida por un arma constitucional
y ejecutada por un “verdugo” de la administración pública, el procurador
general: elegido entre una terna de candidatos propuestos por un pacto de
intereses entre el ejecutivo y el legislativo. Hasta ahora ninguno de los
funcionarios que había desempeñado este cargo tuvo a bien usar el poder del que
disponía, según la ley. Por esto, nadie se había dado cuenta de la “enorme
pistola” que guardaba la cartera del ministerio público. El “asesinato político” es una figura histórica que solía administrarse
con armas de época, quizá Bruto sea su arquetipo, así como lo fue la
guillotina, el destierro y después los “sicarios” que por encargo eliminaban a
incomodos líderes que habían contrariado una oscura voluntad, celosa de guardar
el imperio de sus principios, cuales quieran sean estos. Quien no recuerda a
Lincoln, aquel que organizó una “compra” de votos suficiente para
firmar en el congreso la abolición de la esclavitud. En Colombia (y en Latinoamérica) este listado
llenaría una biblioteca de guías telefónicas, por eso en algunos países no podría
haber un monumento al “soldado desconocido” sino a “un ocurrente ciudadano” que
miró a su amigo y le dijo “¿y tú Bruto?”. Sorprende que cualquier opinador -de buen juicio- diga que Petro,
el “cadáver político” en cuestión, exagera cuando se compara con personalidades
como Gaitán que si fue asesinado en plena calle. En cierto modo, ambos han sido
blanco de un “asesinato político”, el primero hecho con una pistola administrativa
y el segundo con un arma convencional. Todos acusan a Petro de sobrepasar sus
competencias, de “fajarse” con copartidarios, enemigos y no tan amigos, de
provocar inestabilidad, de contrariar el orden constitucional. Estos son los
mismos que no vieron el “pistolón” del procurador y que se olvidan que la
reelección en Colombia fue aprobada de manera ilegal, que el 30% del congreso
ha tenido nexos con grupos criminales, que la corrupción administra las arcas
públicas, o que la compra de votos gana curules y solios presidenciales. La
pregunta que se le ocurre a otro cualquiera con algo más de juicio es ¿Dónde
está aquel superpoderoso ministerio público, único capaz de controlar estos
desmadres de la cosa pública? En medio de esta sospechosa unanimidad a nadie se le ocurre
admitir como legítima trasescena de estos hechos la inviolabilidad de los derechos
políticos, sobre todo de un cargo electo por votación. En teoría por encima de
la sanción administrativa está el poder judicial quien decide, después de un
proceso penal, si hay pruebas suficientes de un delito cuya pena -en algunos
casos- sea la enajenación de los derechos políticos. El recurso de Petro a
la CIDH no es un capricho para radicales de izquierda, sino un llamado de
atención respecto de un derecho fundamental: las sanciones administrativas no
conllevan necesariamente la “muerte política” de un cargo electo y en ejercicio
de sus funciones. Se requiere algo más y no puede delegarse indagación-proceso
probatorio-juicio-más-sentencia-con-recochineo-a-la-grada en una misma figura
de la administración elegida -a capricho- por los pactos, de mutuo beneficio, entre
los partidos en el gobierno.
La misma unanimidad nos dice que esta “muerte política” ocurre por el bien del país. De algún modo, la opinión nacional tiene que justificar esta “muerte” como un foco de ignorado, aunque prometido, bienestar: por el bien de la paz, por el bien de la constitución, por el bien del transporte público, por el bien de los bogotanos, por el bien de todos, por el bien de estos o aquellos, por no molestar a la ultraderecha, por no alborotar el avispero, por no jorobar la marrana, por no dejar de joder…
La misma unanimidad nos dice que esta “muerte política” ocurre por el bien del país. De algún modo, la opinión nacional tiene que justificar esta “muerte” como un foco de ignorado, aunque prometido, bienestar: por el bien de la paz, por el bien de la constitución, por el bien del transporte público, por el bien de los bogotanos, por el bien de todos, por el bien de estos o aquellos, por no molestar a la ultraderecha, por no alborotar el avispero, por no jorobar la marrana, por no dejar de joder…
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