17/4/14

El dedo de García Márquez




Antes de leer aquella historia de un militar retirado que se dedicaba a pasear un gallo debajo del brazo y a esperar unas cartas, mil veces escritas, pero jamás enviadas, conocí el dedo de Gabo. Era el dedo corazón de su mano derecha que sobresalía erguido en medio de los otros dedos recogidos hacia atrás, lo tenía justo delante de su nariz chata y perpendicular a su bigote setentero que le cubría buena parte del labio superior. Mi madre apagó el televisor y proclamó sentenciosa:

 -Estos corronchos son unos vulgares…


Por aquellos días de los degradados, marimberos e izquierdosos, años setenta a las personas no se les perdonaban tres cosas: lo primero ser un corroncho, lo segundo comportarse como tal, luciendo unas “peinetas” escandalosas (léase el dedo enhiesto) en la primera plana de los diarios locales o en el blanco y negro del único canal nacional de televisión, acompañadas por unas proclamas del tipo: -Mrerrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrddddddddddddddaaaaaaaaaaaa¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡ 
o
-Estos hijosdeputa me quieren matar…………..
y lo tercero ser comunista, ser amigo de Fidel Castro, y simpatizar -junto a Cortázar- con la revolución en cualquier parte.
La única manera en la que la delfinosa, caspiroleta y finquera, aristocracia del altiplano le perdonó todo eso a Gabo fue el día en que desfiló delante de la nobleza sueca, enfundado en una guayabera, para recibir con el mismo dedo que le hizo tan famoso y la misma lengua corroncha, bien guardadita entre los dientes y custodiada por un bigote peinado, un tal premio Nobel.
Poco después del primer plano del dedo y esa imagen evanescente, en la espiral de una luz que se ahogaba en la oscuridad de la pantalla chica, acabé castigado en la hemeroteca del colegio. No tenía ni idea que existiera, pero en ese lugar encontré al profesor de diseño jugando una eterna partida de ajedrez contra sí mismo en la que tercié con fortuna durante gran parte del castigo. Justo al lado había un montón de revistas, muy parecidas a las portadas en rojo de lo que después sería la revista de otro delfín, en la primera portada del montón había un Kissinger carcajeándose con el torso desnudo, cabalgando algo así como un modelo a escala de Indochina, el caribe y la luna, creo recordar. En las páginas interiores había un artículo firmado por Gabo.
Ese no lo leí, pero si me devoré las vacaciones de aquel año “El amor en los tiempos del cólera”; lo que fue mi primer polvo literario. La escena, mejor escrita claro, tenía a un hombre maduro que observaba como una mujer se desvestía e iba tirando con entusiasmo sus enaguas, faldones y corsés, junto a todo un repertorio de prendas decimonónicas bordadas y encajadas, mientras que al fondo sonaban los cañonazos de una ofensiva militar. Cañones enfebrecidos, balas redondas, empujadas a cientos de metros, explosiones y desmayos….estas metáforas desolaron mi pubertad.
Sin embargo, nunca creí en el realismo mágico, qué tienen de mágicas unas novelas llenas de milicianos melancólicos, con eternos dictadores que despachan entre vacas vagabundas, matanzas, y gente que se olvida de hablar, o pierde la memoria, después de un aguacero (¿de balas?). Tiene algo de mágico la descripción del Magdalena con caimanes, monos saltando entre los bosques, y una abundancia que nadie se imagina hoy en el desierto -sabanero- alrededor de un rio agonizante, repleto de ganado, muy “pacificado” por unas hordas de salvajes. 
Debemos leer (entiéndase, he dicho, sólo leer) a los Buendía, como se lee el Quijote, Hamlet o la Odisea, y dejarnos de tanta mierda. Amén.

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